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David Bolles
 

Combined Dictionary-Concordance of the Yucatecan Mayan Language

Volvamos de esta dirección a la salida del peten, que por burlarnos del fingido convite que los chakan ytzáes nos hicieron salimos con bastante sentimiento y lágrimas de la familia del rey, y sus amigos. Como a las nueve de la noche que acompañándonos el rey, un hijo suyo y su yerno, <49r> todos tres remando en la canoa, a buen andar llegamos a la otra parte de la laguna, por el rumbo del oriente, que es el camino del Tipú; entre Tipú* las tres y cuatro de la mañana, en cuyo desembarque, renovando nuestras ternuras con el rey y él con nosotros, me volvió a recordar el pacto pasado diciendo: - "Mira que no te olvides de decir a tu gobernador que le quiero mucho, y que quiero ser su amigo y de los españoles; que no deje de degollar a dichos mis émulos los chakan ytzáes, que yo seguro estoy en entregarle todos los petenes que gobierno; y tú no dejes de venir a vernos como dices y sea por este camino del Tipú, para que yo con toda mi gente salga a recibirte." Todo este racionamiento hizo el rey, teniéndome amorosamente abrazado.

Quedóse solo en la canoa para volverse antes que lo echasen menos y a nosotros nos dio a su hijo y yerno por guías con sus arcos y flechas para defendernos de alguno que quisiese hacernos daño, los cuales nos guiaron a por unas sabanas muy grandes o prados aunque después hubo muy buenos pedazos de monte con algunos malos pasos de lodo y agua y mayores cuestas que con lo que llovía cada día mojándonos muy bien, por no tener adonde ni con qué abrigarnos, fueron más molestos y peligrosos; de esta manera, llegamos a la primera población del Petén Ytzá en tierra firme por aquella banda del oriente, la cual se llama Yalain, que hay desde el Petén Ytzá hasta <49v> allá, diez leguas muy largas. Las seis de navegación y las cuatro por tierra hasta dicho pueblo. Este pueblo consta de muy pocas casas juntas, pero de muchas milperías bien pobladas de gente en distancia circular de una o dos leguas, todos son indios del Petén Ytzá, que vienen allí a milpear aunque también hay algunos del Tipú y todos son vecinos de dicho pueblo; en el cual se hallan muchos indios llamados Canekes como el rey del Petén, mas no son sus parientes, sino originarios de su parcialidad que (como llevo dicho) toman los nombres de los que gobiernan dichas parcialidades. Aunque tengan como tienen sus apellidos, de padre y madre cada uno; a este pueblo gobierna un sacerdote de más de cincuenta y cuatro años; según su aspecto, llamado Chomachçulu, muy camarada y confidente del rey Canek. Al cual nos envió dicho rey muy encomendados para que nos hiciese tan buen tratamiento, y agasajo, como a su persona, así lo hicieron; pues luego que llegamos nos dieron muy bien de comer, y nos llevaron a una casa nueva, que sólo estaba enguanada, mas no le habían echado el suelo; esta casa nos dijeron que era para nosotros, los padres que habían pedido, y como por el mes de septiembre del año pasado de noventa y cinco habían venido a Mérida cuales indios, que decían ser del Tipú, los cuales comuniqué yo y di de comer en nuestra <50r> celda, a los cuales trajo un mozo español enviado por el capitán Ariza y oí que dichos indios pedían ministros evangélicos para que les administrasen la divina palabra y santos sacramentos; como también es notorio que dichos indios del Tipú salieron a hablar con el padre predicador fray Francisco Novelo al convento de Chanchanha (Chanchan Ha) el año pasado de noventa y tres. Así como llegamos, pues, a este pueblo de Yalain, comenzaron sus vecinos a preguntarnos por dichos cuatro indios que vinieron a Mérida por el mes de septiembre dicho (que aún no habían vuelto habiendo salido antes que yo de la ciudad para su pueblo por lo menos veinte días). Respondíles si eran un Ah Chan con su hermano menor y otro llamado Ah Tec y otro Ah Ku, dijéronme que sí: a que les respondí que no sabía cómo no habían llegado a su pueblo habiendo salido tanto tiempo antes que yo, a los cuales regalé muy bien y los conocía pues ya me oían como decía sus nombres; alegráronse mucho de haberme oído y de las buenas nuevas que les daba, con esperanza de que en breve vendrían. Estuvimos en dicho pueblo dos días regalándonos muy bien sus moradores. De allí, nos habían de dar guía para pasar al Tipú, como nos lo prometió el sacerdote Chomachçulu conviniendo con el ruego que le hizo el rey del Petén, en cuya suposición se volvieron el hijo y yerno del rey que hasta allí <50v> nos habían guiado: mas esta guía decían que había de ser un indio del Tipú que llegó al peten estando nosotros allá; y aunque nos vio dicho indio salir, nunca vino, sino que se quedó allá.

Esperando, estábamos a que viniera el dicho, cuando vimos llegar seis u ocho indios del peten los cuales (según nos dijeron) venían a sus milpas. Estos trajeron por nueva haberse alborotado el peten, por causa de haber llegado, por la parte donde nosotros entramos, indios de acá de la provincia y haber oído tiros de escopetas con rumor de españoles, no sé si fue verdad, mas lo que experimentamos desde entonces en los indios de este pueblo donde estábamos fue que se resfriaron totalmente en aquel amor con que hasta entonces nos miraron, haciéndonos mil desprecios sin hacer caso de darnos la guía que le pedíamos, llegando a extremo la mudanza de sus corazones, que tuvieron hecha junta (bebiendo mucho de su beberaje con que no sólo se embriagan como se embriagaron entonces; sino que idolatran). Llegamos, pues, a tiempo de que aquella noche tuviese determinado él quitarnos la vida a no haber querido Dios el que yo alcanzase el lance, y quitándoles los instrumentos de su fiesta y reprehendiéndoles la poca estabilidad de sus corazones vinieron en conocimiento de que nosotros conocimos lo dañado de sus operaciones. Entonces, se agregaron todos junto a nosotros, y sin más ruido ni alteración, nos acompañaron toda <51r> la noche. Apenas amaneció, cuando (acusados acaso de su culpa) comenzaron con el mismo amor que al principio a regalarnos y darnos un indio que nos guió hasta otras milperías media legua de allí, que según la abundancia de sus frutos parecían un vergel. Allí había otro sacerdote, llamado Chomachpunab que nos recibió con grandísimo cariño, mandando llamar a todos los indios e indias comarcanos para que nos viesen y rogándonos que nos quedásemos a comer, a cuya importunidad obedecimos, por corresponder agradecidos a tantos cariños. Como nos mostraban, allí me habló la mujer de uno de los cuatro indios que dije arriba, vinieron a Mérida, llamado Ah Tec. Apenas admitimos el convite, cuando fueron todas las indias a sus casas a hacernos algo de comer: y a breve rato, vinieron cada una salimos destas milperías, y fuimos a otras comarcanas con su cajete de vianda, conforme lo que tenían con muchas tortillas para que comiésemos, junto con los indios, que nos acompañaban; y prometiéndonos los indios venir algunos de ellos a acompañarnos. Apenas hubimos comido y dicholes que viniesen a guiarnos, los indios que nos daban, cuando repentinamente se volvieron atrás sin que pudiésemos conseguir de ellos más de que viniera un indio cosa de dos cuadras a ponernos en aquella confusa senda que tiraba para el rumbo del Tipú. Diciéndonos que hasta allá habiamos de tardar doce días, andando de sol a sol y que dos leguas antes encontraríamos, <51v> un río grande, que lo habíamos de pasar, mas no nos dijo cómo ni por dónde.

Con esto se volvió a su casa y nosotros con veinte tortillas de maíz que habíamos guardado de las que para comer nos trajeron; con las cuales nos sustentamos las siete personas que éramos sin codicia. Al cabo de los cuales encontramos con un gran río, habiendo encontrado antes muchas y muy grandes aguadas y pasado muchas serranías y cuestas con otros tantos cuidentes peligros de sucedernos alguna fatalidad. Tuvimos algún gusto, no obstante lo dicho en haber descubierto dicho río grande, lo uno por presumir que no nos habíamos perdido, por haber encontrado el río, con las señas que nos dieron; y lo otro, por hallarnos cerca (a nuestro parecer) del Tipú adonde remediaríamos la necesidad de bastimento que padecíamos. Pero aguósenos el gusto, porque yendo siguiendo las pisadas o senda confusa por las riberas del dicho río; al quinto día de seguirlas y al décimo de necesidad que padecíamos de bastimentos, nos hallamos totalmente perdidos, con la confusión mayor que podía hallarse criatura humana; esto es, rodeado por la una parte del río grande caudaloso y ancho, por las otras, rodeados de otra máquina de ríos pequeños con grande espesura de árboles bajos, que por entre ellos no parece ser posible el que pasásemos; por otra parte, unos riscos y serranías muy altas sin que pudiésemos, aun valiéndonos de los árboles, subir a sus alturas. En medio de este conflicto <52r> determinamos tomar el rumbo del noroeste, para coger los despoblados de Chanchanha (Chanchan Ha) y descabezar los grandes ríos y aguadas que le cercan, pues a este rumbo no nos podía faltar dicho descubrimiento. Anduvimos tres días por este rumbo y de considerar que si herrábamos a el dicho rumbo el convento de Chanchanha (Chanchan Ha) no había después adonde poder apelar, por la gran distancia que estábamos por todas partes despoblado; les nació o de mano una gran tristeza a mis padres compañeros, con la cual me dijeron que mudásemos de rumbo, porque si no era cierto que habíamos de perecer en aquellos montes; y que lo mejor era tira a cortar el camino que se abría de esta provincia para la de Guatemala, el cual corría, de norte a sur, yo admití, por darles gusto, el parecer determinado. Desde entonces tomaron el rumbo del poniente, aunque la distancia de leguas y montes que pretendíamos atravesar, eran más de sesenta a setenta; cuya distancia era mucha, para que, rompiendo montes tan malos, y hallándonos con hambre de trece días pudiésemos llegar con vida naturalmente hablando. En estos trece días que fuimos a dicho rumbo del noroeste encontramos con muchos akalchees (akal che), o anegadizos los cuales constan de muy malos pasos de agua y arboleda baja y espinosa, con un género de yerba cuadrada <52v> que si nos cogía los hábitos, nos detenía con la máquina de espinitas que tiene en las cuatro esquinas de alto abajo; y si nos cogía la cara, manos o piernas, nos la cortaba como una sierrecilla. Con que como lo más de los montes, son akalchees (akal che) que constan de esta yerba, salvo las alturas, andábamos siempre con pies y manos o cara lastimadas que ya no sabíamos que hacernos. Así lastimados íbamos por unos akalchees (akal che) muy largos, cuando dispusimos el que uno de los indios que llevábamos subiese a un árbol a vigilar por dónde podríamos cortar dicho akalche (akal che), que ya no lo podíamos sufrir por tanta llaga, como dicha yerba nos hizo. Subió dicho indio al árbol y nos dio por nueva haber descubierto un gran prado o sabana a la banda del noroeste. Alguna fuerza me hizo el creerlo, mas por ver si la imaginación y deseo que teníamos de encontrarla hacía efecto, tiramos para dicho rumbo, que en breve dimos con dicho prado, mas por principio de su entrada tenía media vara de agua; fuímoslo surcando; y a cada paso era más la agua; la cual nos duró de pasar muy buen rato, causándonos bastante dolor en las llagas, pero con el cuidado de no sumergirnos, olvidamos aquel sentimiento porque era tierra tan fofa la de dicho anegadizo, que aunque doblábamos el junquillo de que constaba para pisar sobre él para que el agua nos suspendiera. <53r> Si un instante nos parábamos nos tragaba o chupaba la tierra anegada, de suerte que si cayéramos, no nos pudiéramos ayudarnos unos a otros, porque el que se detuviera para ayudar al otro, se sumergiera con él.

Al cabo de largo trecho de este trabajo salimos a unos montecillos de árboles bastantemente altos, los cuales estaban tan anegados, y más que lo pasado, fuimos pasando como pudimos, entendiendo que ya aquello se acababa, cuando dimos de repente con una muy grande aguada de las que llaman Kax Ek que no se les halla fondo. Armados de paciencia, aunque con algún desconsuelo de que se iba a poner el sol, considerando de que allí nos habíamos de quedar aquella noche, hice que subiera un indio a uno de dichos árboles para ver dónde terminaba dicha aguada o por donde podíamos cortar dicho anegadizo; y no descubriendo dicho indio paso por parte alguna, con bastante aflicción nuestra, reparando hacia un lado, vimos una rama de árbol quebrada como las que quiebran los indios por no perderse en el monte; atribuimos aquella señal a [un] milagro por no ser posible que hombre humano en aquel paraje pusiera aquella señal. Seguimos aquella señal hacia el rumbo del oriente que era hacia donde estaba doblada dicha rama cuando a poco trecho dimos con otra doblada <53v> de la misma manera y muy reciente; con que nos con sol amos con el milagro que Dios iba continuando. Ibamos con unos palos en las manos tentando los vados porque cuando menos nos pensábamos, dábamos con muchas covachas de lagartos (que los hay en abundancia en dichos montes anegados). Y entonces nos anegábamos hasta arriba. Llegamos a descubrir un pedazo de tierra llana como el espacio de una antecelda y entendiendo estar firme fuimos a pasar por sobre ella, mas al sentir el peso del cuerpo, no sólo se meneaba toda aquella tierra, sino que sumergiéndose la parte por donde la pisábamos, también nos sumergíamos con ella, saliendo de debajo muchos lagartos huyendo de sus covachas con que pasábamos con gran recelo; lo uno, por no sumergirnos; y lo otro, porque alguno de dichos lagartos no nos llevase de un bocado una pierna. Ello fue todo un puro milagro, pues allí mismo dimos con la tercera rama cerca de una serranía adonde fuimos a dormir aquella noche muy contentos aunque tan mojados por habernos librado Dios de aquel conflicto en que estábamos.

Salimos de dicho paraje como a puestas del sol, y subiendo a la serranía alta que encontramos hubimos de descansar allí, con bastante frío por estar empapados en agua, hasta la mecha con que habíamos de sacar fuego, quedando imposibilitados del alivio de calentarnos. Ofrecimos a Dios el trabajo pasado y con más <54r> fervor el que se seguía de dormir con los hábitos mojados. Mas acordándonos de que los indios suelen sacar fuego con dos palos secos y no habiendo otro más que el báculo que yo llevaba lo quebramos y con él quiso Dios que sacásemos fuego. Hicimos una grande hoguera, con que no sólo secamos los hábitos y paños menores, sino que nos calentamos muy bien, a cuyos rededores del fuego nos fuimos quedando dormidos.

Al otro día que salimos de este paraje, descubrimos una sabana o prado grande, que nos causó horror sólo el mirarla por lo sucedido en la tarde antecedente, mas como estaba descombrada de montes, fuimos gustosos a pasarla y más habiendo columbrado en sus rededores muchos pinos, que acordándome de sus frutos tuvimos esperanza de algún refrigerio; mas fue en vano nuestra esperanza, porque llegándonos a ver si tenían piñas, las tuvieron, mas sin piñones. Apelamos a otros árboles, que parecían encinas, con cuya bellota, si lo fueran, diéramos al cuerpo algún sustento; mas no eran sino robles, que no tenían más que hojas. Atravesando dicho campo encontramos con una senda bien trillada de animales y como el zacate era alto, no se divisaban sus huellas; no obstante en unos anegadizos que no había yerba y el suelo sólo estaba húmedo, vimos que las huellas eran como de buey o toro. Extrañámoslo, por no haber en mucha distancia de allí hato alguno de ganado, con que por entonces suspendimos el juicio. Mas contándolo en la provincia a personas que andan por montes <54v> dicen que dichas huellas son de ante que los hay en esta provincia. No pongo dificultad en que haya cuantos animales fieros se pueden imaginar, pues los montes son muy al propósito para ello.

Al cabo de dichos tres días en que pasamos dichos trabajos tomando el rumbo del poniente, comenzamos a romper nuevamente montes y con más trabajo, porque la hambre nos iba rindiendo las fuerzas y las serranías que encontrábamos por espacio de tres días eran tan altas a todos cuatro vientos, que parecía imposible que hombres las trajinasen, por la grande altura de sus cimas. Y lo profundo y somero de sus concavidades, cuyos árboles de que nos valíamos para no caernos, son unas palmas que se llaman cumes muy espinosas, cuyas puyas son muy largas, y le cogen de alto abajo de dicho árbol hasta la raíz; de forma que todo nuestro cuerpo estaba de alto abajo lastimado con dichas espinas, particularmente los pies porque andábamos descalzos: en esto se llegó el día de la purificación de Nuestra Señora en que nos dispusimos espiritualmente para celebrar aquel día confesándonos generalmente, como quien por instantes tenía la muerte a los ojos, por la gran necesidad de alimento. Y por ganar el jubileo santo de aquel día habíamos precedido el hallar días antecedentes algunas palmas de corozos con el fruto de sazón, de que nos valimos para comer dichos días, como también algunos sapotes y mameyes, que aún estaban tan duros como piedra por no estar de sazón, los asábamos para comerlos

Todo esto nos parecía ya mucho rigor haber <55r> de pasar con sólo aquellos corozos, sin otro alimento alguno. Mas en dos otros días después de que hallamos dichos corozos y sapotes, fue mucho mayor el rigor (y mucho mayor después de muchos días) pues no habiendo hallado cosa que comer en tres días ni aun que beber, como el entendimiento se iba más espiritualizando por no tener óbice de vapores que le impidiesen el discurso. Era tanta la ocurrencia de textos de escritura, ejemplos de santos y casos de que se acordaba, que tenía muy prontes todo cuanto había leído: con lo cual, algunas veces, servía dicha ocurrencia para mayor resignación a Dios como conociendo que entonces era cuando más asistía a la criatura, cuando más la purificaba con el crisol de los trabajos; otras veces servía de mayor estímulo la tal memoria (aunque nunca faltaba dicha resignación.). Pues acordándose de que no hay ave ni animal, entre los rústicos broncos, de quien no cuide la divina providencia, así para el adorno del vestido como para darle el sustento cotidiano y a nosotros siendo criaturas racionales, criados a su imagen y semejanza, nos sucedía lo contrario, sin tener no sólo que comer, pero ni aun agua que beber. Este era argumento intelectual que sin dejar de andar su jornada iba consideración hacienda por el camino.

Mas entrando dicha consideración a registrar los senos de su conciencia, en la vida pasada, apenas llegaba a los umbrales de esta consideración, cuando conociendo que macho más <55v> merecían sus culpas, toleraba con paciencia los presentes y se prevenía para otros mayores de futuro; más como el apetito desordenado de este desbocado cuerpo clamase cada día por el pan nuestro cotidiano, acordándose que el mismo Dios, nos lo había enseñado a pedir, aunque el no hallarse conocía que era castigo de mis culpas, no por eso debajaba de continuar la petición cada día, particularmente, a la hora en que conocía que ya estarían comiendo mis hermanos en los refectorios, con tanto gusto y sosiego, sin acordarse quizás de nosotros: con que entonces volvía los ojos de mi consideración al glorioso padre de la caridad y socorro de pobres; San Diego: a quien solía argüirle con que yo era más pobre y necesitado (pues sobre tan hambriento, me hallaba perdido en aquellos montes) que aquellos de quien solía cuidar en vida; los cuales, aunque él les faltase con el socorro, tenían otras puertas a que apelar para el socorro de sus necesidades; pero nosotros no perdíamos más que su fervorosa caridad; la cual no merecíamos por nuestras culpas que ejerciese Dios con nosotros: más que para eso era la intercesión de los santos y, particularmente la suya, con cuya humildad podía aplacar las iras de Dios justamente enojado con nosotros.

Pasándose la hora de media día en que por la acostumbrada hora de comer, nos acordábamos de dichos argumentos, se pasaban también los anhelos de dicha comida, considerando que <56r> pues Dios no lo daba, no nos convenía, y así que se hiciese en todo su santísima voluntad, y que si convenía padecer más, que Su divina Majestad lo enviase: aquí ya reinaba el alma, más no podía faltar que el cuerpo también pidiese el tributo conservativo de la vida con que acudía a menudo pidiéndolo como quien tanto lo necesitaba. Yo entonces, cargándome de la fe que tenía a mi padre San Diego por una parte, y de la mucha necesidad que padecía, por otra, viendo que con ruegos no había hecho nada a mi parecer San Diego, intelectualmente, mandé por santa obediencia, a dicho santo, que ya que mis ruegos no eran aceptos por mis muchas culpas; que llegase movido de su mucha caridad a las puertas del cielo a pedir una limosna en nombre de sus hermanos que estaban perdidos en aquellos montes y pereciendo de necesidad; cosa rara por cierto; suceso admirable, que lo refiero, para mayor confusión mía y de mi atrevimiento y para mayor gloria de la humildad y pronta obediencia de mi padre San Diego.

Apenas anduvimos veinte pasos de donde se lo mandé por obediencia, cuando encontramos con un árbol de sapotes podrido y echado en el suelo; en el cual hallamos una colmena, y el caso más admirable está, en que no teniendo instrumento con que cortar y sacar dicha colmena más que el clavo o puya de mi báculo, llégase a estar el dicho tronco podrido, para que con dicho clavo la sacásemos además de que había <56v> muchos años que dicho árbol estaba caído, y la colmena era nuevamente poblada, que no es dudable que, habiendo tantos árboles parados robustos y buenos, se fuesen a poblar a un tronco podrido, y echado en el suelo; con que es evidente milagro, que hizo mi glorioso padre San Diego. Así como encontramos con dicha colmena con gran ternura y mayor confusión mía, comencé a llorar, confesándoles a mis dos padres compañeros mi culpa. Que sólo pudo disculparla, la mucha fe y necesidad que padecíamos. Comimos aquella miel con sus embriones y escremento, sin reservar nuestra necesidad cosa alguna y aunque no fue mucha la miel que nos tocó, por ser siete las partes que se hicieron, no obstante nos causó bastante sed por no llevar agua con nosotros, ni hallarla mucho después: esto nos sucedió dia de la purificación de Nuestra Señora que dije arriba.

En cuyo día pareciéndoles a mis dos padres compañeros, o que la hambre y necesidad iba a lo largo, pues iban ya quince días de ella; o que nos hallábamos ya cerca del camino que buscábainos llevados tanto de la ley natural que les obligaba a salvar sus vidas, como del amor con que me amaban. Viendo asimismo que ya yo iba rendido, así por la necesidad como por los continuos achaques de estómago que padecía y que ellos por más mozos andarían más leguas, que las tres, que yo cada día andaba, con cuya diligencia, si ellos salían primero a salvamento, no sólo aseguraban <57r> sus vidas, mas también el ayudarme con algún socorro porque no pereciera en los montes; me dijeron: - "Padre nuestro comisario: nosotros con la bendición, y licencia de Vuestra Paternidad quisiéramos adelantarnos, por ver si podemos adelantar cada día algunas leguas, para con eso llegar al poblado primero, de donde le enviaremos algún socorro con que ayudar a Vuestra Paternidad. Y si tardáremos en salir y diéremos con los soldados, enviaremos algunos de ellos en cualquier tiempo, que los encontremos para que saquen a Vuestra Paternidad [y] no perezca en estos montes: nosotros no suponemos nada, como tal ninguna falta haremos; pero Vuestra Paternidad que tiene acuestas tantas dependencias, como es dar cuenta a nuestro prelado y al señor gobernador de todo lo sucedido; será notable la falta; por lo cual, suplicamos a Vuestra Paternidad, nos eche su bendición para ejecutar lo dicho, dándonos uno de estos indios que nos acompañe y uno de los dos agujones que tiene para seguir el rumbo del poniente que llevamos"; yo, porque en ningún tiempo tuviese cargo de sus pérdidas y daños, les concedí el indio que escogieron, el agujón, bendición y licencia; aunque conocía, estábamos todavía muy distantes, para llegar en los cuatro días que presumían.

Despedímosnos con el amor recíproco y ternura <57v> que pedía la compañía amable de quienes en tantos trabajos fielmente me habían seguido. Encomendámosnos unos a otros en sus pobres y humildes oraciones, con esto se fueron con la bendición de Dios y mía, quedándome yo con los tres indios, aunque el uno moribundo (como murió luego) y los demás, tan rendidas las fuerzas como yo.

Apartarse mis padres compañeros y comenzar yo a experimentar nuevas calamidades, todo fue uno; porque aquellos tres primeros días, todo fue pasar akalchees o tierras anegadizas aunque estaban secas, pero muy tupidas y cerradas, con los árboles bajos y espinosos de que constan y aquellas yerbas cortadoras que dije arriba, con que nos vimos con bastante confusión para pasarlas, renovando de nuevo todas las llagas que en las piernas teníamos. Ya entonces nos hallábamos descalzos de pie y pierna y hábito hecho pedazos, sin tener más alivio que él para cobijarme de noche. Asimismo un eslabón, que por milagro escapamos entre los gentiles ytzáes, era suyo de mis compañeros con que se lo llevaron; con que quedé sin tener humano alivio ni ellos llevaron tampoco más que dicho eslabón.

Con esta última y extrema necesidad quedamos tan sumamente destituidos de todo, que sólo trayéndonos algún ángel la comida y poniéndonosla en la boca podíamos alimentar este animado cuerpo; porque aunque hallásemos <58r> cosa, o animales, o aves del monte, no teníamos con que matarlos y dado que se nos pusiese entre las manos para matarlos, no teníamos con que degollarlos si eran animales algún cuchillo o machete ni con que asarlos por carecer de eslabón para sacar fuego: de aquí se puede inferir, que mojándonos todos los dias por lo menos con el rocío, sin los aguaceros que nos cogieron, habiendo de dormir en el suelo puro, adonde la noche nos cogía, fuese mojado o fuese seco, ¿qué consuelo podíamos tener, sobre no tener con que sacar fuego?

No obstante no fueron los dichos akalchees (akal che), los que más nos rindieron, ni tan rigurosos que entre ellos no hallásemos algo que comer y beber pues en algunos árboles había unos chuis, que son como cardos grandes de comer, entre cuyas hojas conservan al agua de los rocíos y lluvias mucho tiempo, y sangrándolas por el tronco, salía la que tenía reservada, aunque sucia y hedionda. Pero más lo era la sed que teníamos. Esas mismas yerbas nos servían de comida, comiéndoles el tronco de cada hoja como dos dedos de blanco, que tienen porque aquello es lo más tierno, que lo demás es muy amargo y duro. Asimismo solíamos hallar en dichos akalchees (akal che) algunas raíces de árboles que roer, con que como dice el adagio, los duelos con pan son menos. No sentíamos las llagas que nos hacían aquellas yerbas tajantes que llevo dicho, a trueque de lo que hallábamos de comer o beber.

Pasados estos tres días de akalchees (akal che) se siguieron <58v> otros tres días de cuestas y serranías altísimas, que precisamente las habíamos de pasar porque a todos cuatro vientos las habían, éstas seguían unas a otras, de suerte que acabado de subir una la bajamos otra vez, sin haber media cuadra de llanura abajo, en que no volviéramos a subirla que se seguía que todas ellas eran tan altas, que no se pueden declarar sus alturas, más que decir que en sus profundos valles no recalan las luces del sol. Tan perdidos nos hallamos al subirlas por lo rendidos, como al bajarlas por lo arriesgado y para lo uno y lo otro, nos era preciso valernos de los árboles de que constan, que los más son de dichas palmas llamadas cumes (kum che) llenas de penetrantes puyas, que nos maltrataron pies, manos y cuerpo, porque trastornando de cansados, solíamos dar algún golpe contra ellos.

En la cima pues de uno de estos montes, hallamos una dilatada aguada, cosa que nos admiró mucho, por no haber en sus rededores otras alturas por donde podía venir aquella agua. Allí había muchísimos pedernales, que nos maltrató los pies, por venir descalzos, lo bastante; no sé a qué atribuir aquel agua en aquella encumbrada cima, siendo así, que en las profundidades antecedentes, que las más eran ríos, aunque secos, no se hallaba más que al milagro con que Dios nos dio a entender, no olvidarse <59r> de nuestras necesidades, pues con tanta subida, y bajada antecedente, teníamos bastante sed, con que nos deparó Dios aquella aguada donde bebimos muy bien. A cosa de media cuadra dimos con la bajada de dicha altura, de la cual seguimos dos días de monte, algo más llano, sin tantas cuestas ni tan altas, pero el prodigio es, que constando estos montes en que anduvimos dos días y los tres antecedentes de infinidad de árboles de sapotes y ramón que en todos ellos no hallásemos un pedazo que comer, cosa que así en dichos montes, como los demás, que viviendo su esterilidad dije que se parecían en todo a los de Gelboe.

Con tan pocas conveniencias y tantos trabajos, iban las fuerzas rindiéndose a toda prisa, conociendo por verdadero el adagio, que dicen los viscaínos, mis paisanos, que las tripas traen o llevan a las piernas, y no las piernas a las tripas. Entre estos altos montes, que pasamos hay variedad de edificios antiguos, salvo unos en que reconocí vivienda dentro, y aunque ellos estaban muy altos y mis fuerzas eran pocas, subí (aunque con trabajo) a ellos. Estos estaban en forma de convento, con sus claustritos pequeños y muchos cuartos de vivienda todos techados, con vuelta de coche y blanqueados de yeso por dentro, que por allí abunda mucho, porque las serranías todas son de ello, de forma que no se parecen dichos edificios a las que hay acá en la provincia, porque estos son de pura piedra labrada encajada sin <59v> mezcla, particularmente lo que toca a arquería; mas aquellos son de cal y canto hechos revocados con yeso.

Parecíanos que dichos edificios estaban cerca de poblado, por noticias que nos habían dado los soldados cuando íbamos por el camino nuevo de Guatemala, mas volviósenos el sueño del ciego; porque nos hallábamos (según vimos después) muy distantes de poblado. Caminamos por aquellos montes, donde dimos con un río seco, que fuimos siguiendo gran rato, por ver si hallábamos agua, con la cual dimos aunque tarde, que vale más, que nunca. Primero quiso Dios que encontráramos con un kamas (kamaz) o montón de tierra grande que los fabrican las hormigas, en el cual hallamos un poco de miel que comer, y como todo dulce pide luego agua, y tardamos en hallarla no dejó de molestarnos. Llegamos a dicha aguada siguiendo el sobredicho río, que era bastantemente grande parecida a los que llaman petenes. Esta nos hizo circundar bastantes montes y trabajos para pasarla.

Pasamos dicha aguada y algunas cuestas después, con otros ríos aunque secos, si bien sus concavidades eran indicio de muy caudalosos en tiempo de aguas; no salieron en vano los indios, porque a poca distancia dimos con un gran cibal (zibal) o laguna llena de aquellas yerbas de hoja ancha y tajante que dije arriba. Este tenía según su distancia que se perdía de vista, más de dos leguas de largo <60r> y media de ancho, en éste desaguaban las corrientes de los ríos que dije, el cual nos costó mucho trabajo de rodear para pasarle dando las guiñadas, así en él como en los demás referidos, siempre al norte. En todo este tiempo no tuvimos que comer, más que el poco de miel referido, con que el animado montón de huesos con los continuos trabajos de caminar cada día, y no comer; ya iba dando, con ellos en tierra en tan extrema necesidad de morirse de un hombre sin achaque ni enfermedad, estando en sus perfectos sentidos, bien se deja entender qué clamores no haría a Dios y a su Santísima Madre con todos los santos de su devoción, no sólo dirigidos al refrigerio corporal, sino en orden a no morir entre bestias sin sacramentos y en orden a que Dios le sacase a morir entre sus hermanos, muriendo como católico, y recibiendo los santos sacramentos.

La aflicción que me causaba morir sin ellos, entre aquellos rústicos troncos, sólo Dios a quien clamaba mi corazón lo sabe, como tal no me quedaba santo de mi devoción, a quien no invocase, y aun amorosamente me quejase de que así me dejasen morir en aquellos montes, si bien la consideración de que si así sucediera, sería así la voluntad de Dios, era la que mitigaba todas mis penas. No obstante, entre todos los santos que invoqué para que me sacasen a morir a poblado fue Nuestra Señora la aparecida de Campeche, y apenas la invoqué en mi ayuda mentalmente (que así eran todas mis controversias) cuando luego vimos ramas de <60v> árboles dobladas, indicio de que había llegado gente por aquellos parajes. Desde entonces retiré el agujón a la manga del hábito, sin volverle a sacar más, sino seguir dicho rastro, fuera, adonde fuera. Duró el seguirle cuatro días por rumbos tan distintos como encontrados. Los indios se afligían cuando veían que iba a contrario rumbo y me decían dejásemos los tales vestigios, y volviésemos al rumbo del poniente; yo, que sólo sabía como dicho batche se nos apareció al invocar a Nuestra Señora la aparecida, les respondí que se dejasen ir, que quien me había mostrado aquel batche o ramas quebradas (que para los indios es camino) nos sacaría a poblado.

Ello, es cierto que a la sazón ya yo iba cayendo y levantando, de necesidad, mas la fe siempre firme y viva, en que Nuestra Señora la aparecida había de sacarnos con bien; al cabo de dichos cuatro dias de seguir el batche, o ramas quebradas, tan a distintos rumbos, pues unas veces iban para el oriente, otras para el norte, y otras para el sur, salimos a dar con un camino ancho y bueno en que se conocía había poco que habían pasado indios y que se comunicaba a menudo, quisieron los indios seguirle al oriente por si habia (como hubo según supe después) algunas milperías en que hallasen algo con que alimentarnos. Mas no les dejé, porque lo cierto era seguirle al poniente en que no nos podía faltar o poblado o el camino de Guatemala que buscábamos, con esto venimos con buenos deseos de llegar, pero pocos alientos; según los cuales nos quedamos a dormir <61r> en el camino.

Al otro día fuimos andando por unas cuantas cuestas costosas de subir, pues al pasar la una que se subía por la orilla de un río de poca agua me cargó el uno de los dos indios que me acompañaban para haberla de pasar o subir; no era necesario que dicha cuesta estuviera muy alta (como no estaba) para no poderla, por mi subir, porque ya no me quedaba en el agregado cuerpo más que huesos y el pellejo con el espíritu que los animaba. A poco trecho me rendí de una vez sin poder dar paso adelante, aunque mi deseo era de salir y los indios me animaban, fue de forma que les causó mucha pena que también iban ya trastabillando de flaqueza. Viendo yo, que más falta harían aquellos que yo si morían, porque tenían familias de mujer e hijos, madre y hermanos y que yo no tenía más que a Dios, a quien ya tenía entregada mi alma y vida, hice pacto con ellos, de que me dejasen allí debajo de un árbol y que ellos procurasen salvar sus vidas, con tal que si salían en breve a poblado, me volviesen a ver, dentro de algunos días y traerme algún socorro, pues si yo no los seguía no era por falta de ánimo ni espíritu, sino por falta de fuerzas: sintieron mucho esta resolución mía, por el amor que me habían cobrado y así me respondieron que no me habían de dejar, sino que adonde yo muriera, habían de morir ellos; yo (quizás con inspiración divina) les porfiaba el que se fuesen y me dejasen, hasta llegárselo a mandar con imperio, con tal que me viniesen a ver en cualquier tiempo que hallasen bastimentos. Pues esperaba en Dios <61v> que me habían de hallar vivo; con esta resolución mia, me obedecieron, cortando como pudieron unas hojas o ramas de guano y me hicieron un ranchuelo en que me quedase echado.

Asimismo me dejaron encendido fuego, que fue prodigio haberlo encendido, porque en otras ocasiones, no pudieron sacarle por faltarles las fuerzas en las manos, para batir o taladrar dichos palos con que se saca. Dejáronme asimismo medio calabazo de agua para refrigerar las fauces, porque no se me serraran. Hecho todo esto con gran ternura y lágrimas se despidieron de mí, y yo, echándoles mi bendición correspondiéndoles en las ternuras, los abracé también y los envié rogando a mi Madre Santísima la aparecida, los llevase en breve y con bien.

Yo, entonces, como quien se quedaba a morir, sin saber si volverían o no, los indios traté de, disponerme con un Santo Christo que me acompañaba, consolándome con él, como quien no tenía otra compañía, y tanto lo necesitaba para aquel riguroso tiempo. Con él conversaba, y ante él me acusaba de todas mis culpas, como quien podía perdonarlas. Acabado de rezar el oficio divino, dispuse el bendecir un rollete que tenía, para que, enviéndome que iba falleciendo, encenderlo con el fuego, que estaba a mi lado. Luego me leí la recomendación del alma, con sus letanías etc. Después de lo cual, volví a los coloquios con el Santo Christo, los cuales acabados merece una vigilia, celebrando mi entierro. En estos ejercicios me hallaba cuando de improviso, sin haber árboles de sapotes, donde <62r> yo estaba, vino una ardilla por un arbolito abajo con un sapote en sus manecitas, y dando dos brincos en mi presencia le señaló sus dientecillos y se fue.

Ya no podía yo menearme, mas con un palillo que estaba a mi lado traje el dicho sapote para mí, y lo comí que estaba maduro y dulce como una miel. Y es el prodigio que en millares de sapotes que hallamos en aquellos montes, no encontramos, ni un pedazo bueno; y aquí sin haber árbol lo trajo aquel animalejo, maduro. Conocí entonces, y que Dios me enviaba aquel socorro, cual a otro San Pablo, aunque me hallaba muy lejos de imitarle. En sus virtudes, aunque para ostentar Dios su mayor misericordia con un tan gran pecador díle gracias con alguna ternura. por tal beneficio esperando con más confianza de que ya no moriría yo de hambre. En esto y rezar mis devociones, pasé todo el día y noche, esperando por instantes la hora del Señor.

Bien descuidado estaba yo, (y aun olvidado) de humanos socorros, cuando amaneció al otro día, porque lo menos en seis u ocho días no esperaba yo resulta de los dos indios que había yo enviado. En cuya suposición me puse, así que amaneció y di gracias a Dios por haberme sacado con bien de aquella noche etc., me pase a rezar el oficio divino que jamás dejé de rezarlo por aquellos montes, ni me faltó ápice de la vista, cuando del improviso, oí ruido de gente; y al volver los ojos, vi unos diez indios del pueblo de Maní y su comarca, que venían a sacarme, no los tuve por hombres, sino por ángeles y como tales obraron <62v> en todo conmigo; apenas se llegaron donde yo estaba, cuando con gran cariño se arrojaron a abrazarme virtiendo bastantes lágrimas y al tiempo mismo diciéndome mil ternuras yo no pude contenerme en ellas también considerando tan improviso beneficio, como Dios me hacía. Por otra parte me causaba más ternura, el ver que una gente tan impía, como de suyo es la estos indios verlos para mí tan piadosos, que jamás he visto tal en ellos.

Trajéronme un poco del pinole que ellos gastan, y en un instante lo calentaron para que yo lo bebiera arrimándoseme uno por un lado y otro por otro, para que yo pudiese mantenerme sentado: avivaron el fuego que allí había y calentando seis tilmas muy bien me iban con ellos arropando y calentando los estremos, como son pies y manos, porque con la flaqueza y fresco los tenía engarrotados; volví en mi con aquel calor y refección que bebí, y para haberme de levantar me suspendían todo el cuerpo engarrotado como si fuera una estatua de bulto. Trajeron un hamaca, en que me sacaron cargado hasta el pueblo de Chuntucí de donde yo salí cuando entré en dichos ytzáes y adonde dichos indios que me sacaron estaban ya cargando para irse.

Portentoso case por cierto el presente si se atienden todas sus circunstancias. Quitáronse de mi presencia los dos indios que forzados envié a que salvasen sus vidas, obligándoles a que me dejasen solo; todos fueron impulsos superiores. Lo primero, porque dichos indios se iban cayendo y, <63r> levantando de necesidad, y con todo eso, anduvieron el camino que habla desde donde me dejaron hasta el pueblo de Chuntucí en que salieron en hora y media que sólo se detuvieron a tomar un refrigerio con dichos arrieros y contarles como yo me había quedado a morir en el monte. Apenas oyeron esto, cuando sin dilación alguna se pusieron en camino, para venir a sacarme; y lo que mis dos indios anduvieron en hora y media, tardaron dichos arrieros en sacarme día y media, sin perder el camino. Con que bien se deja entender el milagro: lo otro que llegar mis indios a dicho Chuntucí y encontrar dichos arrieros cargando todo fue uno, con que si se detuvieron tantito, no los hubieran encontrado y, por consiguiente, no hubieran hallado bastimento que traerme y menos hubiera yo podido salir a poblado. Luego la prisa que yo les daba echándolos era impulso superior de arriba.

Sacáronme en dicha hamaca y, aunque me fue conveniencia por el descanso, también me fue de trabajo, porque aunque me arroparon muy bien con sus tilmas, a cada paso me daba calambre en todo el cuerpo, quedándome como yerto de alto a bajo, con que me calentaban otra vez las tilmas, y estregándome pies y manos. Con ellas así calientes, volvían las cuerdas a estenderse aunque duraba poco. En fin salí al pueblo de Chuntucí, el día domingo de Septuagésima, que fue a diez y nueve de <63v> febrero, de este año de mil seiscientos y noventa y seis, como a las tres de la tarde, cosa por cierto bien ajena de que yo lo creyera, el que otra vez me había de ver en dicho pueblo, según el extremo a que llegué. Toda aquella tarde estuve mirando a dicho pueblo y aun no creía el que me hallaba en él. Bendita sea la misericordia de Dios que así la ejerció conmigo; pues sólo obligándose Su divina Majestad de si mismo pudo obrar con este miserable pecador tales piedades. Séanle dadas infinitas gracias por tantos beneficios como me hizo y quiera Su divina Majestad, redunde en honra y gloria suya per infinita saecula saeculoram Amen = Continuaron los indios arrieros en su obra pía de cargarme a mí, y de cuidar de mis indios cantores, que así a ellos como a mí, con el nuevo sustento, nos sobrevino una gran mudanza de alteración que nos puso al hilo de la vida.

Apenas llegamos acá a la provincia, cuando tuvimos noticia de haber venido a la ciudad de Mérida un embajador que se decía ser sobrino del rey del Petén Ytzá, el cual decían que vine a entregar en nombre de su tío todos aquellos petenes al gobernador; a éste lo recibieron así el gobernador con el cabildo secular; como la sede vacante, con gran regocijo y pompa repicando las campanas a su entrada y disparando la artillería del castillo sin otras muchas fiestas que se hicieron. Extrañé mucho tal novedad, porque habiendo yo estado en dicha nación de los ytzáes, después <64r> que el dicho embajador estaba acá en la provincia y no haber vuelto a su tierra cuando me quité yo de allá, hízome mucha fuerza el creer que dicho embajador fuese sobrino del rey del peten y más fuerza me hizo, que en nombre de dicho rey trajese tal embajada; no porque dicho rey no tenga buen corazón y desee eso mismo, sino porque presumo, que de enviar tal embajada nunca se acordó según las razones que iré dando para ello. La primera porque yendo yo a dicha nación de los ytzáes a dar la respuesta de otra embajada de dicho rey de los ytzáes, la cual escribió al gobernador Don Martín de Vrssua, un español vecino de Vacalar, llamado el capitán Yriza; cuya carta con la substancia de la embajada, (que era el que el rey del Petén Ytzá se quería entregar a su señoría con ochenta mil indios.). Se me leyó a mí por dicho gobernador, y no obstante eso, habiendo yo llegado a dichos ytzáes, y dádole la embajada al rey y toda su gente, respondiendo a la que suponían ser embajada suya, mirándose unos a otros, comenzando el rey el primero. Se hicieron de nuevo todos sin saber de tal embajada, antes si, con alguna alteración de sus ánimos, mostraron tener sus corazones inquietos, mas yo alcanzando el lance, con alguna viveza mía, y mudando los términos, sosegando sus alterados ánimos me hice embajador. Primero, proponiendo con suavidad de palabras la utilidad y provecho que tendrían en ser <64v> cristianos etc. A que dijeron que me esperase a que lo pensaran y luego me respondieron: luego después que yo llegué a hablar con el rey y darle dicha primera embajada; fue cuando lo pensaron sin haberlo pensado primero o antes que yo llegara.

La segunda razón es que habiéndome declarado dicho rey del peten las cosas más ocultas que tenía en su corazón, hablándome a cada paso al oído muchos secretos, y en suma, habiéndome tratado con tanta familiaridad y amor, nunca me tomó en boca si tal sobrino había enviado con dicha embajada ni otra persona alguna a la dicha ciudad de Mérida, ni tal cosa se le pasó por la imaginación. Y dado caso, que digamos haberlo hecho, por olvido, nunca pudo dejar de exitársele la especie, tratando tan varios asuntos, y todos concernientes, a que recibiesen la cristiandad y amistad de los españoles; con que es imposible de creer, que ya que una vez o dos se le olvidase, no se le acordase otra.

La tercera, que si fuera verdad la enviada de dicho embajador sobrino suyo, al dicho gobernador, se siguiera, que a mí me había de tener allá, sin hacerme mal, ni mucho bien hasta saber lo que el dicho gobernador, y los españoles habían hecho con él, y en mutua correspondencia obraran conmigo conforme a lo que de dicho embajador supieran haberse hecho con él; sed sic est que no esperaron la resulta de lo dicho para obrar conmigo muy bien (aunque con las alteraciones arriba dichas) <66r> dándome en todo favorable la respuesta ergo etc.

Dejo por no molestar otras muchas razones eficaces que pudiera dar, mas dejolo al discurso del que mejor que yo discurriere en estas materias, que yo, para mí, que todo lo vi y palpé; con lo dicho me baste. Y refiriendo la opinión común de toda la provincia, digo que la mayor parte de ella está en que dicha embajada fue falsa. Esta es en suma la relación de la segunda jornada que hice a dicha nación de los ytzáes en compañía de mis padres compañeros fray Anttonio Peres de San Román, predicador; fray Joseph de Jesús Maria, predicador y guardián del convento de la Santa Recolección y notario apostólico de esta segunda función; y el padre fray Diego de Echavarría predicador; con los indios cantores y sacristanes que se refieren en la primera relación folio tercero número seis. La cual relación escribí fiel y legalmente como lo declararán en cualquier tiempo dichos mis padres compañeros y cuatro de los dichos indios que en todo me acompañaron a primo usque ad ultimum. Y porque conste, lo firmé en veinte y nueve del mes de abril de mil y seiscientos y noventa y seis años = Fray Andrés de Avendaño y Loyola.

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